Colección: Mar Abierto Género: Relato y ensayo ISBN: 978607411038-8 Páginas: 144 P.V.P. $ 169 Fecha publicación: 04/2010 Encuadernación: Rústica, cosido y pegado Tamaño: 13.5 x 21 cm autor
Oscilando entre el ensayo y el relato Una autobiografía soterrada examina aquellos recuerdos, viajes y personas que conformaron el estilo de Sergio Pitol: su primer viaje en barco, la escala en La Habana que le deparó una noche alucinante; el influjo de la fiesta; su interés por ambientes e historias familiares; la escritura de sus novelas durante el extenso exilio europeo; su pasión por las zonas oscuras y los seres excéntricos. En los cuatro relatos y la conversación con Carlos Monsiváis aquí reunidas Pitol demuestra ser hijo de todo lo visto y lo soñado, pero también de la literatura misma. Una autobiografía soterrada revela los mecanismos internos de una obra plena de misterios en la cual no es extraño que el autor se transforme en el protagonista de sus propios relatos.
Acaba de aparecer un libro delicioso: 22 escarabajos. Antología hispánica del cuento Beatle. Para celebrarlo escribí algo sobre mi relación con los “Fab Four”, y es lo que me gustaría compartir.
Quizás era “Yesterday” o “A hard day’s night”. Debía ser el año 66 o 67. Era el cumpleaños de Johnny, un pelirrojito que ya no recuerdo si era compañero mío o de mi hermano, pero cuya casa quedaba al otro lado de las vías. Sé que lo que escribo sobre aquella época suena como si hubiera vivido en el far west. Era en realidad un deep south entrañable en el que la muerte era solamente un invento de Disney, nuestra casa una fortificación a prueba de tormentas y el relato familiar un cuento protector en el que éramos los personajes principales.
Faltaba poco para que la historia sacudiera nuestra infancia; faltaba poco para la muerte del Che en Bolivia (cuya imagen de cristo laico marcó tanto a los que eran apenas un poco mayores que nosotros); faltaba poco para Tlatelolco y para nuestro Cordobazo; para que se llevaran preso a mi padre por “zurdo” durante el primer gobierno militar que tengo en la memoria, el de Onganía y la “noche de los bastones largos” contra la autonomía universitaria. Nosotros le escribíamos cartas y le mandábamos dibujos, y teníamos prohibido contarles nada a nuestros compañeritos.
Mi madre fumaba y usaba biquini en el verano y yo pensaba que con sus 29 años estaba ya un poco mayor para eso. Ella escuchaba a Mozart y a Bach, y él a Duke Ellington y a Charlie Parker, como un personaje de cuento de Julio Cortázar. Escuchaban juntos a Piazzolla que llegaba a revolucionar el tango. Leían Rayuela y Cien años de soledad. Las portadas de las primeras ediciones de ambas novelas forman parte de mi iconografía del afecto. Íbamos, Pablo y yo, a la “democratiquísima” escuela pública, la única que valía la pena, con un democratiquísimo delantal blanco, todos parejos, a pesar de la terriblemente autoritaria ideología que buscaban imponer en el país. En esa democrática escuela en la que los apellidos criollos se mezclaban con los italianos, polacos, turcos y alemanes, unos años después -yo tendría 12- nos prohibieron bailar el “Pata–pata” de Miriam Makeba, tan recordado ahora gracias al mundial de Sudáfrica, por “atrevido” (al poco tiempo comenzarían a usar el término “subversivo”), y nos dijeron que “por ahora” mejor no consideráramos a Cuba un país. Quién sabe en qué acabaría ese relajo empezado por unos marxistas vendepatrias, jóvenes y barbados.
Pero el día del cumpleaños de Johnny aún no habíamos llegado a eso. El nombre del chico pelirrojo y pecoso, hoy me recuerda no sólo una novela de Dashiel Hammet sino el título de Daniel Sada: Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe. Pero les juro que es cierto, que hubo un Johnny con pantalones cortos y flequillo, como todos los chicos de mis 6 años.
Tenía dos hermanas mayores, también de eso me acuerdo bien; dos hermanas que debían estar entrando en la adolescencia y que poseían el bien más deseado por un adolescente de aquellos años: un Winco.
Un tocadiscos que es el verdadero protagonista de esta historia. Los varones, como era de esperarse, se pusieron a jugar a la pelota. Las chicas nos pegamos a las hermanas de Johnny. Recuerdo con absoluta claridad – así es de extraña la memoria – el momento en que me preguntaron (cito textualmente): ¿Conocés a los Beatles? Sentí el vacío de la ignorancia.
Como cuando muchos años después, el chico que más me gustaba de toda la Facultad (tampoco había mucho de dónde elegir) me preguntó: “Pero tú, ¿estás de acuerdo con Heidegger?” Reconocer mi ignorancia con respecto al cuarteto de Liverpool me hubiera valido la expulsión del grupo de las “grandes”. Tampoco podía mentir porque me arriesgaba a que me preguntaran, por ejemplo, cuál era mi canción favorita. Así que mascullé una respuesta que no era “ni si ni no, ni blanco ni negro”, como el juego de los días de lluvia, y que a pesar de haber resultado a todas luces ininteligible me dio un salvoconducto.
Lo más probable es que la suya hubiera sido una pregunta más retórica que otra cosa y que no hubieran estado esperando una verdadera respuesta. Finalmente eran adolescentes y lo único que les importaba era escucharse a sí mismas…. ¡Y a los Beatles! Lo que vino después completó mi rito de iniciación: lado A y lado B de un disco sencillo puestos una y otra vez. Yo tenía 6 años, igual que los Beatles, y finalmente nuestros destinos se cruzaban. Dudo que para ellos eso haya tenido algún significado, pero para mí marcó mi entrada para siempre a mi propia generación.
Decía Borges que uno no puede evitar ser su contemporáneo. Y fue ese día, en el cumpleaños de Johnny, que me volví contemporánea de mí misma. Lo demás fue puro amor, como seguramente le pasó a cada uno de ustedes. Pablo y yo ahorrábamos para ir comprando cada uno de sus discos, tuvimos nuestro propio Winco, cantábamos a voz en cuello “I'm getting by with a little help from my friends”. O nos emocionábamos con “Let it be”.
Los Beatles fueron también el punto de inicio de otras relaciones apasionadas que surgieron a través de los años: con los Rolling, con Pink Floyd, con Janis Joplin. Y fue también el modo en que nuestra propia adolescencia se cruzó con aquello que por allá, al sur de todos los sures, se llama “el rock nacional”: Sui Generis en primerísimo lugar, liderado por un jovencito de bigote bicolor llamado Carlos Alberto Moreno Lange, más conocido como Charlie García, el Flaco Spinetta, Lito Nebbia y otros más que aún hoy me enchinan la piel y hacen que, como dice el tango, “se me piante un lagrimón”. Una generación de músicos que había crecido, por supuesto, escuchando a los Beatles.
Pero ahí la historia, con mayúsculas, estaba ya pisándonos los talones. Llegaron la muerte, la destrucción, la violencia y nuestro exilio.
El mundo, nuestro mundo, desapareció para siempre. Los Beatles se separaron. Diez años después mataron a Lennon. Nunca volvimos a ver a nuestro propio Johnny. Y ni siquiera recuerdo los nombres de sus hermanas.
Y sin embargo, ahí están. Pasamos como ellos de la ingenuidad juvenil al compromiso, del desenfado a Vietnam, de las caricaturas a las manifestaciones, del flequillo infantil a los desaparecidos. Nos enamoramos y desenamoramos con sus canciones: “All you need is love”, cantaba Paul y todos sabíamos que teníamos permiso para nuestra saludable dosis de cursilería.
Nos estamos haciendo viejos y ellos siguen con nosotros. Ahora cantamos a los gritos “She loves you ye, ye ,ye” con nuestros hijos que son también ya adultos. Pronto cantaremos con nuestros nietos, seguramente (soy casi antidiluviana). A nuestra propia nostalgia infantil, le sumamos ahora la nostalgia por esas otras infancias que también se perderán. Pero por mucha “Beatles rock band” que haya, por mucho i pod y mp3, por mucha tecnología que se atraviese en el camino, para mí los Beatles siempre sonarán a un disco sencillo – lado A y lado B – en un viejo Winco allá, al otro lado de las vías.
Artículo de Dra. Sandra Lorenzano publicado en El Universal. El 3 de julio de 2010.